martes, 24 de enero de 2012

Julio en Enero

leí hoy, gracias a mi primo, algo de Julio. tres o cuatro párrafos donde habla de la partida de Osita, y el tema de Nicaragua.

Julio y sus palabras. Porque está el castellano que usamos todos, y el mismo, pero que cuando lo usa Julio, es otro diferente. Una combinación que se parece demasiado a la alquimia, que crea entre otras cosas oro.

Julio y sus cuentos. Y el engaño juguetón de estar leyendo de pieles rojas que cabalgan por la estepa y que en un segundo pasan un semáforo en rojo acelerando una motocicleta que vuela por el asfalto.

Julio y sus pronombres. Y el señorío de hablarte de Usted. De hablarle de ti. De hablarnos a mí. De hablarte a nosotros y esos giros así, tan de Julio.

Julio y sus lugares. Las lluvias en Paris, las tardes de calor en Buenos Aires. Los velorios y el veneno de las hormigas. El desierto al norte de la nada y la campiña llena de matorrales, plantas y sí, duendes.

Julio y sus personas. El desfile de Magas, Glendas, Rocamadours, Conejos, trompetistas, cronopios, Lucas, famas, madres, hermanas solteras, fotógrafos, comensales, y de vez en cuando algún perdedor.

Julio y su música. Julio y sus cigarrillos. Julio y sus libros. Julio y sus recortes. Julio y su partida. Julio y el vacío que ya nadie puede llenar.

Julio en enero. Julio en cualquier mes del año. Gracias.

Julio Cortázar, foto tomada el 24-1-2012 de http://2.bp.blogspot.com/_PklogaXiG6Y/R1clc_w1lPI/AAAAAAAADQM/TBGnHKo-c70/s400/cortazar%26cat.jpg

sábado, 21 de enero de 2012

El gran hermano somos todos.


El mundo de los realities nos hizo olvidar el significado inicial del Gran Hermano, o vivirlo en carne propia. 

Lo cierto es que cuando Orwell hablaba de ese personaje que todo lo veía y que ponía en evidencia y a la vista de todos las falencias y miserias de los que no cumplían con los códigos de la sociedad del momento, todos nos llenamos de condena, de repulsión antitotalitaria y de un orgulloso sentimiento de amor a la libertad de la sociedad y el tiempo en que nacimos. 

Sin embargo, tengo la sensación que de a poco todos nos hemos ido transformando en El Gran Hermano. Desde hace un tiempo,  todos aportamos orgullosos también con nuestras cámaras, nuestras opiniones en estado puro en las redes sociales, y en cuanto lugar nos de el espacio de opinar, a las reprochables miserias de tanta gente: la señora a quien le editan una entrevista y creemos que es clasista, o la otra que estaciona ocupando dos lugares reservados para discapacitados. Indignación popular, condena social, muerte a su imagen. Digo, no quiero defender acciones que son condenables, pero sí quiero poner en evidencia que, igual que hace dos mil años, seguimos poniendo a la prostituta contra el paredón para apedrearla sin ningún tipo de conmiseración y lo que es peor, sin siquiera estar seguros de cómo son las cosas desde las dos veredas. 

Tengo miedo de la sociedad en la que nos estamos transformando. Tengo miedo pero no porque estacione en lugares para discapacitados, o me interese si las nanas se ponen uniforme o no. Mi miedo es porque sé que me voy a equivocar en algo. En otra cosa. Porque tarde o temprano me voy a tropezar seguramente, como lo harás tu, o como lo hará cualquiera de nosotros que para eso somos humanos. Y ahí estará la cámara de alguien, el blog, el twitter, el foto radar, mirándome desde el panóptico, subiendo mi miseria a la web, para alegría de todo el circo que también me condenará sin conmiseración, transformando mi muerte social en el trending topic del momento. 

Todos somos el gran hermano. Y nos alegramos de serlo. Y asumimos ese rol sin el menor cuestionamiento. Sin le menor duda. Seguros de que nuestros pensamientos son los que valen, los que estamos del lado de "los buenos". Porque pagamos los impuestos, acariciamos a nuestros niños, estacionamos en los lugares correctos, tiramos la basura en el papelero, sonreímos a los desconocidos en el ascensor, elegimos candidatos democráticos y todas esas cosas que nos inflan el pecho de esa sensación de que somos los que hacemos las cosas bien. Y si nos equivocamos, son detalles, cosas mínimas, que no muestran quiénes somos realmente. Por eso tenemos el derecho de seguir alimentando la voracidad del circo romano, de la masa que crucifica, los ojos y conciencia del Gran Hermano.





miércoles, 4 de enero de 2012

La alarma del auto

Todos los días a la misma hora, cuando después del almuerzo me ataca esa modorra que evidencia mi pasado mendocino, es lo mismo.

El mismo auto, la misma alarma, sonando decenas de minutos. De lunes a viernes. El mismo ciclo de tiiiiiruuuuu-tiiiiiruuuuu y después un iuiuiuiuiuiuiuiuiu. Agudo. Molesto. Insorportable.

He pensado en ir varias veces y tomar diversas medidas. Las más amistosas sugieren dejar un letrero avisando al distraído propietario que revise su auto. Otras, cada vez más tenaces, me visualizan con un mazo con el que rompo los cristales uno a uno, riendo a borbotones, sordo a las sirenas de algún carabinero que obviamente pasará por ahí el momento en el que finalmente la alarma suene cuando tiene que sonar y ni las mejores excusas puedan librarme de unas horas en la comisaría, dando explicaciones inútiles, pero con la satisfacción de alcanzar por un momento, el paraíso del silencio.