Tanto tiempo. Más de un año sin escribir. Sin escribir acá. Quizás la distancia necesaria para evaluar si vale la pena o no dejar impresiones totalmente subjetivas de un mundo que sigue dando vueltas alocado, sin importarle un comino mi modo de mirarlo. Pero qué importa. Después de todo prefiero no quedarme con esa sensación de mirar y decir para mis adentros "qué hubiera pasado si...".
Así que acá voy de nuevo. Y qué mejor que acordándome de un grande. Un genio. Un maestro: Roberto Fontanarrosa, a propósito de toda esta fiebre u obsesión previa al mundial del fútbol.
Alguna vez leí ese cuento maravilloso que se llamaba "Cielo de los Argentinos", donde el cielo era un Asado, y los amigos iban llegando, porque en cualquier momento en el tele, un partido de fútbol iba a empezar. Y hasta dónde yo recuerdo, el partido nunca empezaba, y eso era el cielo. Porque claro, Fontanarrosa no lo decía pero yo voy cerrando esa metáfora, que esa es la gracia. El partido está por empezar, es un momento perfecto. Porque una vez que empezó, el cielo se desmorona. El cielo no tiene nervios, ni temor, ni desmesuras, ni nada de eso que sentimos cuando el pitazo inicial hace que los 22 jugadores y los miles de millones que los seguimos empecemos a sufrir.
Ahora vivo en otro país, pero el sentimiento es el mismo. Claro que quiero que gane Argentina, y quiero también que gane Chile. Y todo es posible, porque ahora estoy en el cielo. Todos de alguna manera estamos en el cielo. Vistiéndonos para la fiesta. Lustrando los zapatos. Afinando las gargantas o lo que sea que hagamos en el estado previo de prepararnos para algo que vamos a vivir. Mi punto es que este es EL momento. No después. No en la fiesta en sí. No en el partido. El cielo es la previa. Es el antes. Es el momento perfecto. La ansiedad antes de. La perfecta expectativa de pensar que al final cualquier cosa podría pasar.
El cielo, el futbol, la vida, igual que los relatos de misterio o de terror, es mucho más perfecto antes que cuando vemos el monstruo o empieza el partido. Qué bien lo saben los que construyen los relatos que nos hacen amar un equipo de fútbol, comprar un plasma de 70 pulgadas o aprobar una reforma estructural del estado...
1,2,3 probando
Como una prueba de sonido, en el mundo digital, estoy probando cómo es esto de tener un blog, un espacio para hablar, pensar, dialogar y compartir inquietudes sobre la vida y la actualidad.
miércoles, 4 de junio de 2014
lunes, 3 de diciembre de 2012
Estrellas fugaces, estrellas permanentes
Hay estrellas que brillan noche tras noche desde que nacemos y que dificilmente hayamos visto. En cambio hay otras que sólo son un destello. Unos segundos en una sóla noche de nuestras vidas. Llegan y se van. Imposible que duren más que eso. Pero imposible olvidarlas.
lunes, 26 de noviembre de 2012
de la soledad y la montaña
Hace más de quince años que atravieso la Cordillera de los Andes cuatro o cinco veces al año. Y cada vez que paso por ahí, es esa sensación de inmensidad y de silencio. Siempre siento que el viento llena todos los espacios, y que es imposible no encontrarse, si uno se toma el tiempo para detenerse un par de horas, o mejor, por algunos días, en esa infinitud.
Podría pensarse que es un lugar solitario, y posiblemente así lo sea. Sin embargo, cuando estoy ahí, es imposible sentirme así. Siento por alguna misteriosa razón que estoy más conmigo que nunca. Como si fuera un lugar místico que me oprime el pecho suavemente para ver en las miles de siluetas, colores, sombras y espacios, un poco de mi vida.
Vi esta foto y me acordé de eso. De la sensación de estar físicamente tan solo como sólo podría estarse en un lugar como la montaña cuando estás solo, y sin embargo, sentirte más acompañado que nunca.
Podría pensarse que es un lugar solitario, y posiblemente así lo sea. Sin embargo, cuando estoy ahí, es imposible sentirme así. Siento por alguna misteriosa razón que estoy más conmigo que nunca. Como si fuera un lugar místico que me oprime el pecho suavemente para ver en las miles de siluetas, colores, sombras y espacios, un poco de mi vida.
Vi esta foto y me acordé de eso. De la sensación de estar físicamente tan solo como sólo podría estarse en un lugar como la montaña cuando estás solo, y sin embargo, sentirte más acompañado que nunca.
martes, 20 de noviembre de 2012
con Sumo respeto
Con mis hijos más grandes hemos ido creando una especie de clase "extracurricular" cuando vamos al colegio en la mañana. Para escaparnos de las noticias o las melodías chillonas en la radio, y quizás como una forma de contarles la música que tanto me apasiona, cada semana tenemos un "invitado" diferente. Músicos de lo más variado, porque han pasado expresiones tan distintas y distantes como Queen, Pink Floyd, Los Piojos, Ella Fitzgerald, Aerosmith, The Beatles, Santiago Benavidez, Beethovenn, sólo por graficar que no seguimos un criterio ni una lógica, sino más que nada lo que va saliendo en el playlist o lo que a cualquiera se le ocurre. Privilegios de un mundo conectado a la música infinita gracias a un celular con plan de datos.
Esta semana le tocó el turno a Sumo. Para mí, una banda de culto. Adolescencia indolente en estado puro. Rebeldía al estilo Universitario Central. Para ellos, una cosa inexplicable. No se animan a decir que no les gusta; tal es mi entusiasmo cuando les voy mostrando Heroin, o Mañana en el Abasto, o la Rubia Tarada, o los covers geniales de Marley o Lennon. Pero sus caras me explican que les resulta incomprensible.
Son de una generación donde la forma es casi lo esencial, y en Sumo eso es totalmente superfluo. Debe ser que mis grabaciones son realmente de baja calidad, lo que para mí enriquece la experiencia de la nostalgia. Y claro, la música es un contexto también. Como las revoluciones o los movimientos sociales. Inútil mostrar en frío una banda sin explicar un momento de un país, de una generación, de un paradigma de juventud que se caía a pedazos. Y ahí en la explicación de esos momentos -explicación totalmente subjetiva por cierto- me doy cuenta que cada mañana no vamos solamente escuchando música; vamos entendiendo historias. Y el ámbito de la música deja de pertenecer sólo a la melodía o a la calidad de la grabación y empieza a construir una escena más amplia, más trascendente.
Me siento más cerca de mis hijos así, hablando de estas cosas, que es hablar también de nosotros y de quién somos. La música, como quien escribe sobre paraguas en desuso arrojados al Sena, o pinta la Cacería de Mamuts en las cuevas de Altamira.
Esta semana le tocó el turno a Sumo. Para mí, una banda de culto. Adolescencia indolente en estado puro. Rebeldía al estilo Universitario Central. Para ellos, una cosa inexplicable. No se animan a decir que no les gusta; tal es mi entusiasmo cuando les voy mostrando Heroin, o Mañana en el Abasto, o la Rubia Tarada, o los covers geniales de Marley o Lennon. Pero sus caras me explican que les resulta incomprensible.
Son de una generación donde la forma es casi lo esencial, y en Sumo eso es totalmente superfluo. Debe ser que mis grabaciones son realmente de baja calidad, lo que para mí enriquece la experiencia de la nostalgia. Y claro, la música es un contexto también. Como las revoluciones o los movimientos sociales. Inútil mostrar en frío una banda sin explicar un momento de un país, de una generación, de un paradigma de juventud que se caía a pedazos. Y ahí en la explicación de esos momentos -explicación totalmente subjetiva por cierto- me doy cuenta que cada mañana no vamos solamente escuchando música; vamos entendiendo historias. Y el ámbito de la música deja de pertenecer sólo a la melodía o a la calidad de la grabación y empieza a construir una escena más amplia, más trascendente.
Me siento más cerca de mis hijos así, hablando de estas cosas, que es hablar también de nosotros y de quién somos. La música, como quien escribe sobre paraguas en desuso arrojados al Sena, o pinta la Cacería de Mamuts en las cuevas de Altamira.
miércoles, 22 de agosto de 2012
Vivir o registrar
Llovía. Detenido en el semáforo, miré de pronto ese momento místico donde el agua que cae forma una bruma que se mezcla con el gris y verde de la viña que cada mañana me va describiendo las estaciones. Lo primero que hice fue buscar el celular para tomar la foto y dejar una prueba visible de ese instante.
Pero antes de meterme la mano en el bolsillo pensé en el enfoque, el cuadro, el tiempo que tardaría la luz en cambiar a verde y de repente me di cuenta que era más el tiempo que me tomaba pensar en cómo haría el registro de ese momento perfecto, que me robaba el tiempo de disfrutarlo de verdad, de vivir de verdad eso que me estaba pasando, y que tenía el privilegio de vivir. Entonces preferí quedarme así. No saqué la foto. Sólo me quedé mirando cómo el vidrio del auto se derretía con el agua mientras que afuera la viña y el gris y los árboles y el viento y el silencio ensordecedor de la lluvia cayendo me volvían en mí, y en la conciencia plena de estar por un segundo, presente.
Cuando el semáforo dio el paso me fui pensando en las fotos de los cumpleaños, en las de las montañas rusas, en las que tu hijo da su primer paso, en todas las fotos de esos momentos perfectos y únicos que te da la vida, esas fotos que todos nos envidian por haber tomado tan bien, y me pregunté inevitablemente si cuando uno las toma, está realmente viviendo ese momento, o pensando en cómo va a quedar la imagen, el cuadro, el contraste, el flash, o lo que sea que distraiga nuestra atención de estar realmente ahí. Vivir de verdad, o vivir detrás del lente. Detrás de una pantalla más.
Pero antes de meterme la mano en el bolsillo pensé en el enfoque, el cuadro, el tiempo que tardaría la luz en cambiar a verde y de repente me di cuenta que era más el tiempo que me tomaba pensar en cómo haría el registro de ese momento perfecto, que me robaba el tiempo de disfrutarlo de verdad, de vivir de verdad eso que me estaba pasando, y que tenía el privilegio de vivir. Entonces preferí quedarme así. No saqué la foto. Sólo me quedé mirando cómo el vidrio del auto se derretía con el agua mientras que afuera la viña y el gris y los árboles y el viento y el silencio ensordecedor de la lluvia cayendo me volvían en mí, y en la conciencia plena de estar por un segundo, presente.
Cuando el semáforo dio el paso me fui pensando en las fotos de los cumpleaños, en las de las montañas rusas, en las que tu hijo da su primer paso, en todas las fotos de esos momentos perfectos y únicos que te da la vida, esas fotos que todos nos envidian por haber tomado tan bien, y me pregunté inevitablemente si cuando uno las toma, está realmente viviendo ese momento, o pensando en cómo va a quedar la imagen, el cuadro, el contraste, el flash, o lo que sea que distraiga nuestra atención de estar realmente ahí. Vivir de verdad, o vivir detrás del lente. Detrás de una pantalla más.
martes, 5 de junio de 2012
Déjenme ser hombre. Déjenme ser papá.
Me cargó el comercial de Falabella para el día del Padre. Ese del niño que saluda a su mamá por el día del padre. Sé que el target son mujeres. Sé que son las que compran ahí. Sé que hay muchas mujeres en Chile que son mamá y papá a la vez, y que se esfuerzan y paran la olla ellas solas. Lo sé y lo reconozco. Por favor, quiero dejar en claro eso.
Pero si Falabella habla del día del Padre, que sea un poco más inclusivo. Haga una versión para papás hombres también. Parece que somos pocos, pero existimos.
¿Por qué de pronto siento que ser hombre, heterosexual, padre de familia, baboso por sus hijos, amante de su mujer, guatón y parrillero es como si fuera un pecado? ¿En qué momento eso se transformó en algo del pasado?
Falabella, empresas en general, creadoras de día-del-que-sea, no me dejen sin día del Padre, no me dejen sin un espacio para ser...
Sé que no me cuido la piel, que dejo los cajones abiertos, que no me depilo las cejas, y que mis olores a veces dejan mucho que desear. Y que no soy todo lo buen padre que el imaginario colectivo dice que debería ser.
Pero amo a mis hijos. Y me encanta el día del padre, y los portarretratos con fideos, y los corbateros de madera pintados con témpera para colgar vacíos porque no uso corbata. Es más, no sólo me gusta el día del padre, me gusta todos los sábados a la mañana cuando mis hijos se meten en mi cama y me arrugan el diario que nunca alcanzaré a leer. Y me gusta cuando un hijo me mira con cara de lo logré, después de haberse atado el zapato por primera vez solo. Ni hablar del placer que siento cuando todo transpirado veo que por fin salió andando en bicicleta. Todo eso es mío. Y es solo una pequeña, infinitésima parte de lo que es ser padre. Una parte cliché, si se quiere. Pero tremendamente mía.
No me lo saquen. Falabella, quiero ser hombre. Quiero seguir siendo padre. No me saquen también ese día.
Pero si Falabella habla del día del Padre, que sea un poco más inclusivo. Haga una versión para papás hombres también. Parece que somos pocos, pero existimos.
¿Por qué de pronto siento que ser hombre, heterosexual, padre de familia, baboso por sus hijos, amante de su mujer, guatón y parrillero es como si fuera un pecado? ¿En qué momento eso se transformó en algo del pasado?
Falabella, empresas en general, creadoras de día-del-que-sea, no me dejen sin día del Padre, no me dejen sin un espacio para ser...
Sé que no me cuido la piel, que dejo los cajones abiertos, que no me depilo las cejas, y que mis olores a veces dejan mucho que desear. Y que no soy todo lo buen padre que el imaginario colectivo dice que debería ser.
Pero amo a mis hijos. Y me encanta el día del padre, y los portarretratos con fideos, y los corbateros de madera pintados con témpera para colgar vacíos porque no uso corbata. Es más, no sólo me gusta el día del padre, me gusta todos los sábados a la mañana cuando mis hijos se meten en mi cama y me arrugan el diario que nunca alcanzaré a leer. Y me gusta cuando un hijo me mira con cara de lo logré, después de haberse atado el zapato por primera vez solo. Ni hablar del placer que siento cuando todo transpirado veo que por fin salió andando en bicicleta. Todo eso es mío. Y es solo una pequeña, infinitésima parte de lo que es ser padre. Una parte cliché, si se quiere. Pero tremendamente mía.
No me lo saquen. Falabella, quiero ser hombre. Quiero seguir siendo padre. No me saquen también ese día.
viernes, 11 de mayo de 2012
Buen Samaritano 2012
Estuve pensando hace varias semanas cómo hablar de esto que me pasó, y creo que a veces es mejor dejar de pensar y hacer nomás, y que salga como dicta la intuición que tiene que salir.
Es un martes. Un martes 13 de marzo. Y no creo en las fechas fatídicas, pero resulta curioso que sea esa noche. Son las 11.30 y he salido tarde de la agencia. Clásica salida tarde en período de licitación en una agencia de publicidad. La cabeza todavía dando vueltas a ese concepto que finalmente nació, hace apenas unos minutos. Sólo queda darle forma y a producir una campaña.
Las noches de marzo en Santiago tienen ese frequito que te va sacando poco a poco del día y te va metiendo en la tranquilidad de la noche. Cada cuadra es un poco más de tranquilidad. La ciudad se va acabando para entrar en la autopista. La moto avanza saltarina y la cabeza con la campaña que va tomando forma. Salir de la autopista para encarar una rotonda y es un segundo nomás, donde todo pasa, y el piso es un espejo de aceite, que refleja cómo me acerco más rápido de lo que mi cuerpo es capaz de preparase y es crack y es fssss, y es la moto suelo alejándose más rápido de mí que voy frenándome en el asfalto e intentando levantarme mientras siento que resbalan los autos detrás mío y las bocinas que intentan evitar lo casi inevitable y de pronto y al fin que logro ponerme en pie de nuevo y avanzar tambaleándome hasta la moto que sigue andando sola, acostada al borde de la calle.
Intento poner cara de que no pasó nada. Intento acercar mis brazos para recogerla, y es en ese momento donde relaciono que el crack fue en mi brazo, y que por eso no responde. Intento pensar. Intento tomar decisiones. Intento y el dolor que finalmente me empieza a decir lo que realmente debo sentir en ese momento.
Miro alrededor, y han pasado no más de quince segundos. Y lo veo acercándose. Cruzando la calle y hablándome. Todavía no entiendo qué me dice. Creo que nunca lo entendí. Su voz intenta preguntarme si estoy bien. Su aliento me cuenta que ha pasado por el bar. Me ofrece ayuda, la moto, su camioneta, lo miro con su camisa abierta, brillante, una cadena dorada, y finalmente puedo enfocarme en sus ojos, cansados. Ojos cansados de la vida, porque la noche recién empieza para él. Ojos con varios rounds, de varios rings, de varias calles, de varias comisarías, de varios arreglos de cuentas. Porque mientras el dolor ya se hace insoportable y es indudable que mi brazo no va a responder por un buen rato, también empiezo a entender que las dos mujeres que están mirando, allá a lo lejos, son de él. O trabajan para él, que es lo mismo. Mujeres contundentes. Amores de rotonda Quilín. Placer comprado en la feria. Y además del dolor empiezo a tener miedo, o a pensar que su interés por ayudarme es en realidad otra cosa.
He logrado hablar con mi mujer, que vendrá a buscarme y mientras intento escapar respetuosamente de su permanente acoso colaborador, veo cómo otra moto también cae en el mismo espejo aceitoso que inunda el pavimento. El cafiche también lo mira y me deja por un rato, acercándose a colaborar con el nuevo caído. Es un viejito. No fue nada. Cayó bien. Juntos empiezan a poner un nylon en la zona, y a desviar los autos.
Ya casi no puedo pensar del dolor, y miro atontado al personaje. Llegó mi ángel de la guarda. Finalmente salgo de ahí. Me voy y entre el dolor y la sala de urgencias donde me dicen que el húmero está fracturado, sigo pensando en el cafiche. Nunca acepté que me ayudara. Pero levantó mi moto y la acercó a donde yo estaba. Después ayudó al viejito. Después tapó el lugar. Después desvió el tránsito. Después volvió a decirme que su camioneta, que la moto, que mi casa, que donde yo quisiera. Pero no. Seguro me quería robar. Si esa gente es así. Por eso maneja prostitutas. Proxeneta, dice el diccionario. Si hasta el nombre es despectivo. La escoria de la sociedad. El único que se detuvo a ayudarme. Ese indeseable. Igual que el buen samaritano, pienso, mientras discuto con el traumatólogo que me quiere pasar un mes de licencia.
Es un martes. Un martes 13 de marzo. Y no creo en las fechas fatídicas, pero resulta curioso que sea esa noche. Son las 11.30 y he salido tarde de la agencia. Clásica salida tarde en período de licitación en una agencia de publicidad. La cabeza todavía dando vueltas a ese concepto que finalmente nació, hace apenas unos minutos. Sólo queda darle forma y a producir una campaña.
Las noches de marzo en Santiago tienen ese frequito que te va sacando poco a poco del día y te va metiendo en la tranquilidad de la noche. Cada cuadra es un poco más de tranquilidad. La ciudad se va acabando para entrar en la autopista. La moto avanza saltarina y la cabeza con la campaña que va tomando forma. Salir de la autopista para encarar una rotonda y es un segundo nomás, donde todo pasa, y el piso es un espejo de aceite, que refleja cómo me acerco más rápido de lo que mi cuerpo es capaz de preparase y es crack y es fssss, y es la moto suelo alejándose más rápido de mí que voy frenándome en el asfalto e intentando levantarme mientras siento que resbalan los autos detrás mío y las bocinas que intentan evitar lo casi inevitable y de pronto y al fin que logro ponerme en pie de nuevo y avanzar tambaleándome hasta la moto que sigue andando sola, acostada al borde de la calle.
Intento poner cara de que no pasó nada. Intento acercar mis brazos para recogerla, y es en ese momento donde relaciono que el crack fue en mi brazo, y que por eso no responde. Intento pensar. Intento tomar decisiones. Intento y el dolor que finalmente me empieza a decir lo que realmente debo sentir en ese momento.
Miro alrededor, y han pasado no más de quince segundos. Y lo veo acercándose. Cruzando la calle y hablándome. Todavía no entiendo qué me dice. Creo que nunca lo entendí. Su voz intenta preguntarme si estoy bien. Su aliento me cuenta que ha pasado por el bar. Me ofrece ayuda, la moto, su camioneta, lo miro con su camisa abierta, brillante, una cadena dorada, y finalmente puedo enfocarme en sus ojos, cansados. Ojos cansados de la vida, porque la noche recién empieza para él. Ojos con varios rounds, de varios rings, de varias calles, de varias comisarías, de varios arreglos de cuentas. Porque mientras el dolor ya se hace insoportable y es indudable que mi brazo no va a responder por un buen rato, también empiezo a entender que las dos mujeres que están mirando, allá a lo lejos, son de él. O trabajan para él, que es lo mismo. Mujeres contundentes. Amores de rotonda Quilín. Placer comprado en la feria. Y además del dolor empiezo a tener miedo, o a pensar que su interés por ayudarme es en realidad otra cosa.
He logrado hablar con mi mujer, que vendrá a buscarme y mientras intento escapar respetuosamente de su permanente acoso colaborador, veo cómo otra moto también cae en el mismo espejo aceitoso que inunda el pavimento. El cafiche también lo mira y me deja por un rato, acercándose a colaborar con el nuevo caído. Es un viejito. No fue nada. Cayó bien. Juntos empiezan a poner un nylon en la zona, y a desviar los autos.
Ya casi no puedo pensar del dolor, y miro atontado al personaje. Llegó mi ángel de la guarda. Finalmente salgo de ahí. Me voy y entre el dolor y la sala de urgencias donde me dicen que el húmero está fracturado, sigo pensando en el cafiche. Nunca acepté que me ayudara. Pero levantó mi moto y la acercó a donde yo estaba. Después ayudó al viejito. Después tapó el lugar. Después desvió el tránsito. Después volvió a decirme que su camioneta, que la moto, que mi casa, que donde yo quisiera. Pero no. Seguro me quería robar. Si esa gente es así. Por eso maneja prostitutas. Proxeneta, dice el diccionario. Si hasta el nombre es despectivo. La escoria de la sociedad. El único que se detuvo a ayudarme. Ese indeseable. Igual que el buen samaritano, pienso, mientras discuto con el traumatólogo que me quiere pasar un mes de licencia.
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