Todas las mañanas paso en moto por una zona donde se nota que vive gente que trabaja. Y que trabaja mucho. La gente que la pelea para poder vivir decentemente. A veces dos laburos. A veces más. A veces no.
Uno se da cuenta por las caras de cansancio. Por las arrugas precoces. Gente de esfuerzo le dicen.
Pasaba por ahí como siempre, y la vi caminando. Tendría unos 55 años, tal vez menos. Un cuerpo rotundo. Campera abrigada, pantalón de joggin y zapatos creo. No recuerdo mucho porque me quedé mirando su pelo. Pelo recién peinado. Pelo de peluquería. Pelo de reflejos hechos el sábado a la tarde. Pelo que brillaba al viento en un contraste totalmente fuera de lugar en una hora como esa, en un lugar como aquel. Iba oronda la señora, con ese vientito que se le hace al pelo de una estrella de cine cuando su convertible cruza una curva en la costa azul, solo que ella caminaba cerca de los monoblocks que están en Macul.
En ese momento pensé el tremendo aporte social que hacen la peluqueras de barrio. Esas que le roban espacio al living o al comedor. O al garage, las que tienen marido generoso o de a pie, para instalar ese pequeño templo donde todo se olvida por dos horas al mes, para sumergirse en las revistas de moda pasadas de moda, de sociales, o enterarse de las vecinas, amigas y cosas varias que pueden enterarse entre el ruido del secador, el ponte derecha para que pase el cepillo y los afeites propios de un salón de belleza, centro de estética, coiffeur o directamente peluquería unisex.
Ojo que el aporte social no va solo por las dos horas de indulgencia. Es algo más duradero. Porque es salir de ahí, con un peinado que más parece un lifting, o un tratamiento completo de belleza, y una sonrisa en la cara.
Estamos hablando de ese tipo de tratamiento que hasta el marido nota, y que nadie puede dejar de comentar. Un cambio radical en el color, un corte drástico, la permanente, los claritos, y por qué no el brushing cuando es algo inusual. Esos retoques que cuando el consorte mira, le recuerdan a otros tiempos, donde todo era más fácil, o más lindo, o más jóvenes los dos. Lo cierto es que esa noche pasan cosas. Y la sonrisa sigue ahí, para durar por varios días más. Y olvidar un rato al vago del Cristopher que dejó la escuela y no quiere buscar pega, o la Yuslinda que se está juntando con un cabro que no le gusta nada, o que el casero de la feria no le quiso fiar o tantas cosas que tanto se parecen a la vida de tantas mujeres que no son las que salen en la tele, sino que están del otro lado.
Y así, un día lunes, gris como los lunes en una ciudad gris, en un barrio gris, pasa una señora de peinado inesperado, llenando la calle con el brillo de su sonrisa, feliz con su pequeña fortuna de pelo al viento.
¿No merecen acaso un homenaje las peluqueras de barrio?