Lo logró después de varios años. Había ahorrado peso a peso para cumplir ese sueño maravilloso que lo elevaría de peatón, a la envidiable categoría de automovilista.
La concesionaria estaba en Bilbao. Caminó ansioso desde la línea 4 del metro, hasta la iluminada vitrina que exhibía ilusiones último modelo en vistosos colores de movilidad social.
Hizo todo rápido, asegurándose que nadie le quitara ese anhelo azul eléctrico que arrancó a la primera, en un ronroneo vibrante.
Era feliz.
Salió al atardecer. Ocupó el último metro cuadrado disponible de pavimento santiaguino. Y su cero kilómetro quedó varado, cero kilómetro para siempre.
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