Siempre que llega diciembre, vuelvo a pensar en las cerezas. Hay quienes prefieren las frutillas, los berries de cualquier tipo, o los duraznos. A mi me gustan las cerezas.
Debe ser porque son un flashback a mi infancia en un barrio que terminaba en una finca llena de cerezos. Finca inevitablemente asaltada año tras año, generación tras generación de vecinillos ávidos de ese sabor que teñía de rojo las carcajadas agitadas. Carcajadas que escapaban furtivamente como furtivamente habían escapado de algún escopetazo al aire. Siempre un cuidador perro del hortelano, de esos que no comen ni quieren dejar comer.
Hoy la finca ya no está. Está por supuesto el infaltable mall a cielo abierto, con cientos de vistosos negocios y tiendas para todos los gustos. Las calles pavimentadas. Y guardias pero que no disparan al aire. No disparan. Seguros de la civilidad de las miles de familias que recorren los negocios los fines de semana. Y que por supuesto, no roban cerezas como lo hice yo con mis amigos. Pero esa es otra historia anestesiada.
Por eso me gustan las cerezas, y como alguien me dijo por ahí, mejor si son maduras. Y robadas.
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