
Así fue como me dediqué a crecer, terminar mi escuela primaria y otras tantas minucias, mientras se cumplía el plazo en el que finalmente podía irme a Buenos Aires en camarote.
Vale decir a aquellos jóvenes espíritus que se apresuran a inquietarse frente al significado de la palabra "camarote" que un viaje en camarote, era un viaje en tren, en unos vagones que tenían habitaciones con cama, donde se podía dormir, y entrar y salir como si fuera la habitación de un hotel, con el consiguiente correr por los pasillos, pasar al "Vagón comedor" y otra serie de comodidades propias de un pasado más cercano a los viajes en que el equipaje se trasladaba en baúles de madera que en valijas samsonite con cuatro ruedas. Comodidades tales como que el vagón comedor, incluía vajilla de cristal, cubiertos metálicos, servilletas de tela, asientos que se daban vuelta, baños con cortina de tela.... en fin. El summum de un viaje desde la cordillera hasta el atlántico... una noche o más (no recuerdo ya cuánto tiempo sería) de viaje inolvidable, para llegar a ¿Retiro? Un viaje que podría haber durado dos horas en avión, como de costumbre, pero sin el glamour del tren... no sé, hay algo del tren que siempre me había parecido, y me parece diferente. Por algo hay tantas películas que transcurren en un tren. Una suerte de road movie sobre rieles.
Pues bien, es previsible la ansiedad que tendría uno ante el advenimiento de una promesa de semejantes características. Pero las promesas de una madre son ciertas, se cumplen y son sagradas, aunque claro, no son inmunes a las políticas públicas, ni a la hiperfinflación...
Así fue como una mañana, el diario anunció con una noticia que decía "Gobierno decidió la venta de los ramales ferroviarios", lo que en lenguaje de un niño de 10 años, se leería como: Tu vieja no te cumple la promesa ni a cañones.
Pues bien. Nunca necesité terapia para recuperarme de esa decepción, pero es algo que recuerdo cada cierto tiempo. Sobre todo porque cuando emprendí esta etapa de la parternidad, me dije que jamás, pero jamás, haría una promesa que no fuera capaz de cumplir a mis hijos. Y me equivoqué. Hace siete días, prometí algo. Y hoy me entero que no lo podré cumplir.
Fue el domingo pasado. Después de los festejos dieciocheros. Un día de celebración urbana. "Vamos al teleférico", dijo mi hijo de seis años. Y qué mejor y tradicional festejo dieciochero que viajar en teleférico, le dije a mi familia. "Vamos!"
Pero algo no funcionaba en el camino. No veía los globitos flotantes moverse por el cielo. El día era glorioso, así que no había razón para no verlos. Un sol radiante inusitado para un 20 de septiembre en Santiago. Y cuando llegamos, un letrero gigantezco que decía "Cerrado por remodelación". Y con el cartel, las caras largas y las preguntas, y los por qués y lo que suele ocurrir cuando un niño no tendrá lo que estaba buscando. Y ahí mordí el anzuelo. Pisé el palito. Y le dije... no te preocupes, yo te prometo que apenas podamos vamos a venir de nuevo a pasear en teleférico.
Hoy, una semana después, me entero por unos amigos que chau, que el teleférico murió, que el cartel decía cerrado por remodelación, pero para siempre. Se fue el teleférico. Se acabó un ícono de esta ciudad. Y es una pena.
Será que la credibilidad de los padres, también es parte del patrimonio cultural?