viernes, 11 de mayo de 2012

Buen Samaritano 2012

Estuve pensando hace varias semanas cómo hablar de esto que me pasó, y creo que a veces es mejor dejar de pensar y hacer nomás, y que salga como dicta la intuición que tiene que salir.

Es un martes. Un martes 13 de marzo. Y no creo en las fechas fatídicas, pero resulta curioso que sea esa noche. Son las 11.30 y he salido tarde de la agencia. Clásica salida tarde en período de licitación en una agencia de publicidad. La cabeza todavía dando vueltas a ese concepto que finalmente nació, hace apenas unos minutos. Sólo queda darle forma y a producir una campaña.

Las noches de marzo en Santiago tienen ese frequito que te va sacando poco a poco del día y te va metiendo en la tranquilidad de la noche. Cada cuadra es un poco más de tranquilidad. La ciudad se va acabando para entrar en la autopista. La moto avanza saltarina y la cabeza con la campaña que va tomando forma. Salir de la autopista para encarar una rotonda y es un segundo nomás, donde todo pasa, y el piso es un espejo de aceite, que refleja cómo me acerco más rápido de lo que mi cuerpo es capaz de preparase y es crack y es fssss, y es la moto suelo alejándose más rápido de mí que voy frenándome en el asfalto e intentando levantarme mientras siento que resbalan los autos detrás mío y las bocinas que intentan evitar lo casi inevitable y de pronto y al fin que logro ponerme en pie de nuevo y avanzar tambaleándome hasta la moto que sigue andando sola, acostada al borde de la calle.

Intento poner cara de que no pasó nada. Intento acercar mis brazos para recogerla, y es en ese momento donde relaciono que el crack fue en mi brazo, y que por eso no responde. Intento pensar. Intento tomar decisiones. Intento y el dolor que finalmente me empieza a decir lo que realmente debo sentir en ese momento.

Miro alrededor, y han pasado no más de quince segundos. Y lo veo acercándose. Cruzando la calle y hablándome. Todavía no entiendo qué me dice. Creo que nunca lo entendí. Su voz intenta preguntarme si estoy bien. Su aliento me cuenta que ha pasado por el bar. Me ofrece ayuda, la moto, su camioneta, lo miro con su camisa abierta, brillante, una cadena dorada, y finalmente puedo enfocarme en sus ojos, cansados. Ojos cansados de la vida, porque la noche recién empieza para él. Ojos con varios rounds, de varios rings, de varias calles, de varias comisarías, de varios arreglos de cuentas. Porque mientras el dolor ya se hace insoportable y es indudable que mi brazo no va a responder por un buen rato, también empiezo a entender que las dos mujeres que están mirando, allá a lo lejos, son de él. O trabajan para él, que es lo mismo. Mujeres contundentes. Amores de rotonda Quilín. Placer comprado en la feria. Y además del dolor empiezo a tener miedo, o a pensar que su interés por ayudarme es en realidad otra cosa.

He logrado hablar con mi mujer, que vendrá a buscarme y mientras intento escapar respetuosamente de su permanente acoso colaborador, veo cómo otra moto también cae en el mismo espejo aceitoso que inunda el pavimento. El cafiche también lo mira y me deja por un rato, acercándose a colaborar con el nuevo caído. Es un viejito. No fue nada. Cayó bien. Juntos empiezan a poner un nylon en la zona, y a desviar los autos.

Ya casi no puedo pensar del dolor, y miro atontado al personaje. Llegó mi ángel de la guarda. Finalmente salgo de ahí. Me voy y entre el dolor y la sala de urgencias donde me dicen que el húmero está fracturado, sigo pensando en el cafiche. Nunca acepté que me ayudara. Pero levantó mi moto y la acercó a donde yo estaba. Después ayudó al viejito. Después tapó el lugar. Después desvió el tránsito. Después volvió a decirme que su camioneta, que la moto, que mi casa, que donde yo quisiera. Pero no. Seguro me quería robar. Si esa gente es así. Por eso maneja prostitutas. Proxeneta, dice el diccionario. Si hasta el nombre es despectivo. La escoria de la sociedad. El único que se detuvo a ayudarme. Ese indeseable. Igual que el buen samaritano, pienso, mientras discuto con el traumatólogo que me quiere pasar un mes de licencia.