viernes, 10 de febrero de 2012

Flaco.

No quiero caer en lo mismo de tantos oportunistas cholulos de las necrológicas. Esos que aparecen siempre cuando el finado todavía está calentito, amigándose y gritando relaciones que posiblemente nunca existieron, pero que es difícil rebatir cuando el que partió ya no está en condiciones de negarlo.

No fui fan, ni seguidor, ni mucho menos. Solo me estremecí con algunas canciones. Me emocioné cuando un pequeño destello de mi limitado entendimiento me dejaba percibir que estaba frente al arte, frente a la poesía, frente a caminos por los que nadie había transitado aún. Cosas por ejemplo como la época de Invisible o de Pescado Rabioso. Canciones como la bengala perdida, o el Anillo del Capitán Beto.

Lo que me pasa es como cuando muere el papá de un amigo. Y querés estar con tu amigo. Y abrazarlo. Porque entendés ese dolor, porque lo sentís, porque lo ves sufrir.

Estos días he visto el dolor de tantos amigos con los que crecí, en esos años maravillosos del CUC. Y he sentido lo mismo ante la muerte de un ser querido. Ese reencuentro de los que son familia, después de años de no verse, de no hablarse, de no saberse, y reaparecer y desempolvar tantos sentimientos y emociones que estaban ahí, guardados en un cajón. Acaso ocultos, pero nunca desvanecidos.

Cuando la partida de alguien genera esos reencuentros, cuando alguien se despierta de la modorra de la adultez, para mirar nuevamente los fundamentos de quien es, ya valió la pena. La tarea está cumplida.

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